El pueblo estaba a un paso de cruzar el río Jordán y de entrar a Canaán. 40 años dieron vueltas por el desierto por problemas de desobediencia y rebeldía. Todos aquellos quejosos, incrédulos y rebeldes habían muerto. Ahora eran sus hijos (la nueva generación) quienes iban a cumplir el propósito de Dios de conquistar y habitar la tierra que Él les había prometido. De los que habían salido de Egipto cuarenta años atrás solamente quedaban tres: Moisés, Josué y Caleb, pero solo dos de ellos cruzarían el río con la nueva generación. El otro, el más anciano, aunque lleno de vitalidad y fuerzas, el que había dirigido (y soportado) al pueblo durante todos aquellos años, el que había recibido los mandamientos y las leyes de Dios, el que hablaba con Dios cara a cara como con un amigo, el que había sido fiel en todo, el que más de una vez había rogado por el pueblo para que no sea destruido, él moriría en aquel desierto en los próximos meses, sin poder disfrutar lo que más anhelaba: entrar a la tierra prometida.

Su mayor sueño, su deseo más grande no le sería concedido por Dios. Moisés le había pegado a la roca en vez de hablarle. Así de simple. Así de terminante. Se dejó llevar por la locura de los demás y perdió lo que más anhelaba tener. Le rogó a Dios pero la decisión ya había sido tomada: otro ocuparía su lugar (3:23 al 29). Aún así, Moisés no se rebeló ni protestó contra Dios. Habiendo perdido lo que más anhelaba se mantuvo fiel a la decisión divina. No malgastó su tiempo echándose la culpa por su error ni enojándose contra otros. No se trató a sí mismo de fracasado por no poder entrar a la Tierra Prometida. Cometió un error, tuvo un fracaso, pero él no era un fracasado, todo lo contrario, había logrado con éxito la misión que Dios mismo le había encomendado 40 años atrás. Y como sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida, tomó la decisión de invertirlo de la mejor manera. ¿Cómo? ¿Qué hizo? Muy simple: Le enseñó a la nueva generación. Los aconsejó, los animó, les advirtió, les recordó, les dio todo lo que él había recibido de Dios. Toda la enseñanza, todos los mandamientos, todas las prohibiciones, bendiciones y castigos que Dios les había revelado en la Ley. Los desafió a creer, a obedecer. Los desafió a renunciar a sus viejos ídolos y a no llenar el corazón con ninguno nuevo. Los animó a ser conquistadores de todo lo que Dios había preparado para ellos. Los alentó a no vivir de recuerdos del pasado para que fueran capaces de disfrutar todo lo nuevo que estaba por llegar. Es como si les dijera: “Lo que hicimos y vivimos antes pudo haber sido muy bueno, o muy feo, pero es mucho mejor lo que viene”.

¿Entiendes? Esta es una palabra para ti: Lo que viviste y vivimos hasta aquí pudo haber sido muy bueno, o regular o muy malo y triste, pero ya pasó. Lo que viene es muchísimo mejor. Aunque no llegue a ser como nosotros lo esperamos, será mejor, será más excelente, si le permitimos a Dios que nos sorprenda.

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